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domingo, 22 de septiembre de 2013

Jordi Doce: "No existen momentos poéticos fuera de la escritura"

por Anaclara Pugliese
 
«Dime que todo te llega bien, sin problemas» nos escribe Jordi Doce  (Gijón, España, 1967)
recostado en la cama de su hotel bonaerense, agotado después de un día de largas caminatas.  Antes de tomar el avión, anotó en su blog Perros en la playa (quizás desde la notebook que permanece cerrada en la foto que nos envía de su escritorio), informando a sus lectores: «La semana próxima, la última de septiembre, viajo por vez primera a Argentina. (...) No tengo el cool ni el talento del gran Donald Fagen, pero intentaré al menos que pasemos un buen rato». Y les hace, además, un pedido: «Deseadme buen viaje».

—¿Qué lectura (texto, película, música) o experiencia te llevó a escribir poesía? ¿Qué gatilló el poema? ¿Qué edad tenías? ¿Provenías de un ambiente familiarizado con la poesía o la literatura?
—Tuve la suerte de criarme en una familia lectora, sensible a la cultura, a los estímulos de la música y las artes visuales, aunque la poesía no estaba en su horizonte. Descubrí la poesía tarde, a los diecinueve o veinte años, como consecuencia de mi interés por el cuento corto y las ficciones breves de Borges, Cortázar, Calvino… Esa evolución lectora me abocó al poema, pero el chispazo, curiosamente, lo produjo un poeta muy alejado, digamos, de los prosistas algo “intelectualistas” a los que había leído hasta entonces: el español Blas de Otero; sus libros Ángel fieramente humano y Redoble de conciencia fueron literalmente un deslumbramiento. Otro detonante, poco después, fue la lectura en inglés de Seamus Heaney y Ted Hughes.






—¿Cómo es tu proceso de escritura? ¿Tenés un método, un horario, un lugar? ¿Te acompañás con lecturas?
—Sólo empiezo a escribir cuando tengo un verso, una frase, una música, algo a lo que agarrarme para empezar. Pero trato de sentarme cuando sé que tengo tiempo por delante, cuando no hay nada que pueda cortar o molestar la “visita”. Suelo escribir con música. Y las lecturas me acompañan al comienzo, son una forma de subir un poco la temperatura verbal, de entrar en ese estado de concentración tranquila o de tranquilidad concentrada que necesito para escribir. Tardo siempre un poco en “elegir” los libros; al fin y al cabo, hacen o deben hacer de espíritus tutelares.

—¿Quién, de entre los invitados del Festival, te gustaría que te lea? ¿Cómo es tu relación con el Festival?
—Conozco bien y admiro más la obra de Diana Bellessi, Mirta Rosenberg y Raúl Zurita. No sé si quiero que lean mis poemas, pues lo único seguro es que no los encontrarían muy interesantes. Uno teme no estar a la altura de la gente a la que pone muy arriba.
Del Festival sólo tengo referencias de terceros, de poetas y amigos que han estado en ediciones previas: todas muy buenas. Así que vengo con ilusión y con ganas de aprender. Los organizadores del Festival, con Martín Prieto en primer lugar, han sido muy generosos al renovar año tras año una invitación a la que hasta ahora no he podido hacer justicia.


Fotografía de Luis Burgos

—¿Contra qué o contra quién escribís? ¿Qué autor de la contemporaneidad te parece sobrevaluado?
—No escribo contra nada ni contra nadie, la verdad. La escritura es siempre un acto de vida, de afirmación vital, una entrega de lo (que, a nuestro juicio, es) mejor de nosotros mismos. Así que, pensándolo mejor, quizá sí escriba contra: contra mi estupidez, mi ceguera, la versión menor o más baja de mí mismo.

—¿Cuál fue "el" momento poético que hayas vivido en las últimas horas?
—No existen “momentos poéticos” fuera de la escritura; es la palabra la que convierte algo en “poético”, si es que lo poético se puede definir, identificar o aislar. ¿Momentos que podrían despertar el poema o entrar en él? Sólo el tiempo lo dirá…

—¿Qué libro o autor contemporáneo recomendarías?
—Cualquiera de los poetas a los que he traducido, de Ted Hughes a John Burnside, de Geoffrey Hill a Charles Simic. Y en español: José Ángel Valente, Antonio Gamoneda, David Huerta, Raúl Zurita, Circe Maia. Un libro reciente: La bicicleta del panadero, de Juan Carlos Mestre.


—¿Qué es lo que más te sorprendió encontrar al buscar tu nombre en Google?
—Como he sido un entrevistado muy obediente hasta ahora, me vas a permitir que me salte (por una vez) esta pregunta.


—Borges propone en un ensayo titulado “Las versiones homéricas” que una traducción nunca puede ser inferior a su original, porque en la literatura no existen más que “versiones”, borradores: un texto definitivo sólo puede ser concebible desde la religión. ¿Cómo pensás vos la traducción de poesía, a propósito del taller de traducción de poesía contemporánea que vas a dictar en el Festival?
—El asunto de la traducción es demasiado vasto para resumirlo en unas cuantas líneas. Lo que me gustaría destacar o recordar no sólo en el taller sino en las mesas redondas de Córdoba y Buenas Aires son dos ideas básicas (dos puntos de partida, al menos para mí). La primera: la dimensión dramática de la traducción, el ejercicio de identificación o empatía que exige del traductor; en este sentido, me inclino cada vez más por la palabra “intérprete”, que engloba o reúne los sentidos de “traducción” y “actuación”, y que necesita de aquella “capacidad negativa” de la que hablaba Keats, la capacidad para renunciar momentáneamente al propio yo y “ser” o recrear el poeta al que se traduce.
La segunda: si el texto (poema, relato o novela) es energía verbal formalizada, y si, como sabemos, la energía no se crea ni se destruye, sólo se transforma, entonces la traducción es precisamente aquel proceso que garantiza la conservación de la energía, del texto, al procurar su transformación. Elias Canetti definió al escritor con una hermosa expresión: “custodio de la metamorfosis”. Creo que es un sintagma igualmente apropiado para referirnos a la figura del traductor. Un texto se renueva y se prolonga al ser traducido; cambia una y otra vez para ser –una y otra vez– el mismo.

Algunos poemas inéditos recientes, en el blog de Jordi: 

Más sobre Jordi Doce en:  A media voz

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