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domingo, 28 de septiembre de 2014

Mario Ortiz: pensar la propia escritura



Por Paula Bertolino
Taller Programa de escritura, coordinado por Mario Ortiz, en la Biblioteca Argentina

Son las 10.10 de la mañana. La sala de lectura infantil de la Biblioteca Argentina está más poblada que de costumbre. Unas veinte personas se reúnen en uno de los extremos del largo salón. A pesar de ser sábado y de mañana, el entusiasmo de los asistentes que se acercaron para la segunda jornada del taller Programas de escritura parece intacto. Un buen pálpito, que se confirma con el pasar de las horas, ilumina a la cronista. Un sujeto delgado y un poco desgarbado está sentado junto a un escritorio. Es Mario Ortiz, un par de lentes gruesos y una camisa a rayas que se irá escapando insistentemente de adentro del pantalón hasta terminar, al final de la mañana, completamente afuera. 

Un “¿Qué les quedó picando de ayer?”, inaugura la jornada. El hilo de la charla fluye rápidamente hacia las lecturas del 22º Festival Internacional de Poesía de la tarde previa . Una poeta dice percibir cierta persistencia objetivista en los textos. Otra mujer refiere a la “monotonía” de las lecturas, a un desinterés en el modo de decir por parte de los poetas. Ortiz lee allí dos modos diferentes de entender la poesía. “Podemos pensar que la poesía se agota en la página, en el libro, en la parte impresa”, dice, y agrega: “Y que la lectura es entonces como un apéndice que se da cuando se da, en algún recital”. La otra opción, señala, es pensar a la lectura como una parte integrante de la escritura. Frente a estas dos opciones dicotómicas aparece, según Ortiz, la necesidad de definir un programa de escritura, para que “nuestras decisiones estéticas no sean mero fruto de la casualidad, de la improvisación o de la imposición de otro”.

Retomando el tema del encuentro del anterior, Ortiz lee un fragmento del texto El arte como lenguaje, de Yuris Lotman: “La elección por parte del escritor de un determinado género, estilo o tendencia artística supone así mismo una elección del lenguaje en el que piensa hablar con el lector. Es un sistema modelizador de mundo”, dice. A continuación desliza: “Esto es teoría literaria pura, hard, hard rock”. Las risas no se hacen esperar. Y es que para este poeta bahiense, quien quiera escribir poesía no solo tienen que leer poesía, leer la realidad, sino también teoría, “mover la croqueta para problematizar algunas cuestiones”. Ante la consulta de los talleristas no duda en recomendar lecturas: Introducción a la teoría literaria de Terry Eagleton y Política y literatura de Jacques Ranciere. 


Luego la reunión toma otro rumbo. “¿Rosana está?”, dice Ortiz sentado delante de su computadora. Un “Sí” tímido responde. Y para la sorpresa de Rosana y el resto de los talleristas, los poemas de Rosana aparecen en pantalla grande, sobre una tela que se despliega en el fondo de la sala, frente a las sillas. “Lindos textos Rosana”, comenta Ortiz mientras va recorriendo con el mouse los versos de un poema. La pequeña voz que emplea al leer, casi un murmullo, contrasta con las letras grandes que aparecen sobre el paño blanco. Se leen notas personales al final del poema. “El centro de mi muñeca anuncia /que hace unos días con paciencia / cocí pescado”, lee. Levanta los ojos de la computadora y comienza a desgranar el texto: “Me gusta porque la muñeca es una parte del cuerpo pero también, por una cuestión de homonimia, podría pensar que es la muñeca de juguete”, comenta, y agrega: “Interesante si por ahí se puede explorar en esas ambigüedades que a veces produce el lenguaje. Lo cual en algún punto te puede hacer correr de la cosa más objetivista”.

Durante las dos horas y media que restan, cada una de las personas que participa del taller recibe una opinión sobre sus textos. Con la sencillez y la paciencia de un buen docente, Ortiz va recorriendo en voz alta los versos, analiza su estética, se detiene en determinadas palabras, devela los recursos puestos en juego, señala redundancias y también caminos a seguir. Al escucharlo cuesta creer lo que desliza a mitad del encuentro: nunca dio un taller literario.
Vale la pena verlo en acción:

Las reacciones de los talleristas son variadas. Aparece la vergüenza: “¡Qué miedo!”, dice una de las chicas al ver en la pantalla grande sus textos. “Pero escuchame, miedo hay que tenerle al capitalismo”, replica Ortiz. Y el chiste hace a que todo parezca más simple. También hay revelaciones, reaseguros que ayudan a ganar confianza y críticas que invitan a seguir nuevos caminos. Hay lecturas recomendadas que van en la línea del propio estilo y la exhortación permanente a seguir trabajando.

La secuencia se repite a lo largo del encuentro. Ortiz se levanta de la silla, camina con los lentes en la mano. De repente se detiene en un punto y se inclina hacia adelante tomándose la cabeza. Hace un silencio corto, reflexivo, alza la cabeza y vuelve a hablar. Sus brazos dicen en ademanes expansivos. Luego se sienta nuevamente en la silla e inclina su delgado cuerpo sobre la pantalla de su computadora. Y entre ese andar inquieto, las lecturas y los comentarios de los asistentes van apareciendo consejos, cuestiones a tener en cuenta. Por ejemplo, la necesidad de cambiar cuando el proyecto de escritura se ha agotado. Ante síntomas de fática y agotamiento, el médico de la poesía aconseja leer textos que no tienen que ver con los gustos personales, porque provocan cosas nuevas en uno mismo. Y si no funciona: 

La diversidad de los textos lleva la charla a puntos interesantes. Un poema con líneas alternadamente largas y cortas deriva en una discusión sobre la especificidad del verso, el ritmo y la información contenida en la forma. Otro que está construido con neologismos, lleva a analizar las posibilidades y los límites del recurso. Unos poemas escritos desde el “tú”, abre el tema de las remanencias del pasado. Otro con final tipo moraleja deriva en una charla sobre la belleza de los poemas abiertos y la necesidad de evitar el uso del efecto sorpresivo en los dos últimos versos. La charla fluye, se va moviendo junto a Mario Ortiz, y a la cronista que pretende congelarlo con su cámara. 

Son las 13.15, la mañana se nos escurrió entre los dedos. El grupo que participó del taller se organiza para una foto grupal. La cronista infiltrada se desliza entre las sillas hacia la escalera, atraviesa la planta baja de la biblioteca y sale hacia calle Córdoba. Cruza la plaza Pringles -del encuentro de bibliotecas populares que atravesó cuando llegaba, solo queda una mesa que espera ser desarmada-. La ebullición del centro esta mañana ha desaparecido. La cronista se pierde entre calles despobladas.

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