por Lucas García
“Antes los pibes no entendían nada, llevábamos de una a
Washington Cucurto y los pibes flasheaban. Pero después nos íbamos y nunca más veían
una poesía. Era cómo un shock de poesía”. Quien habla es Federico Tinivella,
coordinador del área de Cultura del Centro Municipal de Distrito Oeste, la zona
que aglutina los peores índices socioeconómicos de la ciudad. Vamos en su auto
a recoger a Ariadna Vázquez Germán para luego llevarla hasta el colegio N° 569
del barrio Santa Lucía, cerca del límite de la ciudad; territorio –como tantos
otros- testigo del crecimiento de la violencia y la delincuencia organizada a
fuego y plomo.
Federico explica que para lograr algo que tenga menos de shock y más de continuidad, hace unos años decidieron generar un ciclo de visitas poéticas a la escuela, con poetas de la ciudad, y que el poeta invitado al Festival llegue como la frutilla del postre. En rigor, en un rato nomás, Ariadna estará cerrando el ciclo“Los poetas hacen escuela”.
Llegamos al hotel, pero Ariadna recién empieza desayunar:
jugo, café, ensalada de frutas; un típico desayuno centroamericano. Esperamos
afuera y, casi como si fuera una necesidad, hablamos de poesía. “Una vez leí
Pizarnik tratando de escribir novelas o cuentos y no va, no se puede sacar la
poesía de encima”, dice Federico, que también es poeta, escritor y fotógrafo. “Naa,
lee la poesía de Bukowsky”, me dice cuando le digo que sólo leí algunas de sus
novelas y cuentos, y que no me gustaron. Le cuento que ayer, la lectura tumbera
de Oscar Fariña me hizo cagar de risa, “voy buscar algo de él”, dice. Sale
nuestra poetisa y partimos rumbo a la escuela.
“Hoy estoy bien, pero ayer me levante con una cruda, ¿cómo le dicen ustedes?”, dice Ariadna. Una resaca. Le recomendamos lugares para recorrer a la vuelta, y nos cuenta que hace unos días, en Buenos Aires, “se armó un rebulú” en medio de la calle. Unos de verde –que suponemos serán gendarmes- quisieron confiscarle la verdura a unos vendedores ambulantes, que se resistieron y la emprendieron a verdurazos contra los verdes. Nos pregunta si acá la gente está re loca en la calle, y hablamos de las distintas culturas viales latinoamericanas. Y también hablamos de otras cosas.
“La poesía en la isla es más bien lírica, medio barroca –nos
explica-. Hay como dos estilos marcados, este, y uno que apareció en los 90,
más directo, más soez. Yo estoy ahí, flotando entre los dos, en la lucha de
poder escribir poesías sin adjetivar, pero es difícil”.
Recuerdo un poema que leyó ayer, “Lo primero es dejar el mar en las orillas”, de adn cien por ciento isleño, de chicas que van al
malecón, a la barranca del mar, y se preguntan si es necesario morir. Me viene
la imagen de la asfixia, de la aislación que el mar genera en los dominicanos, según Ariadna había descripto en la entrevista por correo de unos días atrás.
Entramos al barrio, territorio de árboles florecidos y de
perros que mordisquean ratas. Se suman las poetisas rosarinas: Celeste Galiano
y Alejandra Méndez. Los pibes deambulan por el patio sin hacerle mucho caso a
nadie. “Te creció el pelo”, lo joden a Federico. El profesor de música, un muchacho de unos veinticinco años, experimenta la anomia en carne propia. Después de un
rato de amansamiento, de formar una ronda y de generar las complicidades necesarias
Ariadna se sienta en el medio y se presenta. “Alta nena”, dice un pibe de gorra
y camiseta de Central, que genera risas en todos los compañeros. Hacemos como
que no escuchamos. Ningún alumno se anima a decir en qué lugar del mapa queda República
Dominicana cuando alguien lo pregunta. Una chica le pregunta cómo es. “Un lugar donde hay muchos tiburones”,
responde Ariadna.
El pibe de gorra, que estéticamente parece un latino de Los Ángeles, es uno de los líderes, y hasta acá parece bastante insoportable. Si habrá silencio cuando Ariadna empiece a leer es todo un enigma. Parecen indomables pero cuando arranca la lectura, los 30 pibes de 2° y 3° año se calman.
***
La lectura sigue en Santa Lucia, entre el frágil y trabajoso equilibrio, entre las ocurrencias del pibe de gorra que hacen reír y distraer a todos. Sin embargo, ya cerca del final lo engancho: afuera pasa un camión haciendo ruido, y veo al pibe de gorra -si, al hinchabolas- cerrar la ventana para poder escuchar la poesía.
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