por Anaclara Pugliese
Trasnoche en Bienvenida Casandra, en el XXI FIPR. Foto de Micaela Pertuzzo.
—Yo escribo para los muertos.
Trasnoche en Bienvenida Casandra, en el XXI FIPR. Foto de Micaela Pertuzzo.
—Yo escribo para los muertos.
El pasillo de Bienvenida Casandra que algunos llaman patio
se hace cada vez más largo. Contra las dos paredes, chicos y chicas hablan cara
a cara, enfrentados, casi siempre, de poesía. Para llegar al baño, al final del
pasillo, uno tiene que pasar por entre las conversaciones. Es sábado y son las
dos de la madrugada de la última trasnoche del 22º Festival Internacional de
Poesía de Rosario.
Mientras parada en el escenario una chica se hace con el
micrófono abierto y lee poemas de sexo sin amor, en el pasillo un chico de
anteojos de marco negro con un vaso de cerveza vacío en la mano dice que la
verdadera poesía está muerta.
Hace un rato leyeron Pablo Fidalgo Lareo (España), Osvaldo
Aguirre (Rosario), Caterina Scicchitano (Mar del Plata), Christian Kent (Paraguay)
y Luis Eduardo García (México). Osvaldo leyó poemas de caballos, de sulquis, y
su voz fue aplanando cada vez más, pisando fuerte, la tierra llana y
polvorienta de la pampa.
Adentro, ahora, el ventilador amurado a la pared gira y
mueve alternativamente las lámparas de plástico que cuelgan del techo, hechas
de coladores de fideos. El encargado del bar dice que ayer se terminó la joda
cuando un vecino tiró al pasillo un balde de agua: aparentemente el murmullo
fuerte no lo dejaba dormir. Dice que tipo doce anduvo Fabián Casas por la
vereda, que iba y venía y miraba para adentro, pero aunque tenía que leer hoy,
no entró.
En una banqueta, en la barra, se acaba de sentar Glaem
Parls. Es la primera vez que está lejos
de su país, República Dominicana. Ayer, en la lectura del Fontanarrosa, sobre
el escenario, seguro de sí, sacó un desodorante y dibujó cosas en el aire con
agua y gas después de gritar, a viva voz, sin micrófono, “Acto vandálico I”.
Ahora mira fijo los dos ojos cerrados de una chica, mientras apoya sus negras
palmas sobre las dos palmas abiertas, extendidas, de mujer.
Desde el escenario llega la imagen de un pibe con pelo a lo
Jim Morrison y el cuello de la remera blanca, mangas cortas, muy estirado.
Tiene expresión de paz. Ya nadie escucha.
—Voy a leer porque me gusta. Y para mis hermanos—dice.
Cualquiera puede ser mi hermano.
El mozo va y viene entre las mesas semivacías, y entrecorta
la imagen que nos llega del chico, haciendo ruido a vidrio con vasos de trago
largo cuando los junta en sus manos, poniendo solo un dedo adentro de cada uno.
—“La poesía es un animal salvaje”… —empieza a leer y el
cuello de la remera casi le deja un hombro descubierto.
Glaen le dicta a la chica “Yerba buena… arroz… agua”, con
intervalos de silencio; ella escribe en un papelito chico. “Te bañas en el sol,
desnuda, con eso”. Cerca de ellos, en una banqueta, solo, el seguridad del bar
los mira.
—“La poesía es un animal salvaje”—concluye el chico—“el que
puede estallar y seguir vivo…”
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