Por Paula Bertolino
Taller Programa de escritura, coordinado por Mario Ortiz, en la Biblioteca Argentina |
Son las 10.10 de la mañana. La sala de lectura infantil de
la Biblioteca Argentina está más poblada que de costumbre. Unas veinte personas
se reúnen en uno de los extremos del largo salón. A pesar de ser sábado y de mañana,
el entusiasmo de los asistentes que se acercaron para la segunda jornada del
taller Programas de escritura parece
intacto. Un buen pálpito, que se confirma con el pasar de las horas, ilumina a
la cronista. Un sujeto delgado y un poco desgarbado está sentado junto a un
escritorio. Es Mario Ortiz, un par de lentes gruesos y una camisa a rayas que
se irá escapando insistentemente de adentro del pantalón hasta terminar, al
final de la mañana, completamente afuera.
Un “¿Qué les quedó
picando de ayer?”, inaugura la jornada. El hilo de la charla fluye rápidamente
hacia las lecturas del 22º Festival Internacional de Poesía de la tarde previa . Una poeta dice percibir cierta persistencia
objetivista en los textos. Otra mujer refiere a la “monotonía” de las lecturas,
a un desinterés en el modo de decir por parte de los poetas. Ortiz lee allí dos
modos diferentes de entender la poesía. “Podemos pensar que la poesía se agota
en la página, en el libro, en la parte impresa”, dice, y agrega: “Y que la
lectura es entonces como un apéndice que se da cuando se da, en algún recital”.
La otra opción, señala, es pensar a la lectura como una parte integrante de la escritura.
Frente a estas dos opciones dicotómicas aparece, según Ortiz, la necesidad de
definir un programa de escritura,
para que “nuestras decisiones estéticas no sean mero fruto de la casualidad, de
la improvisación o de la imposición de otro”.
Retomando el tema
del encuentro del anterior, Ortiz lee un fragmento del texto El arte como
lenguaje, de Yuris Lotman: “La elección por parte del escritor de un determinado
género, estilo o tendencia artística supone así mismo una elección del lenguaje
en el que piensa hablar con el lector. Es un sistema modelizador de mundo”,
dice. A continuación desliza: “Esto es teoría literaria pura, hard, hard rock”.
Las risas no se hacen esperar. Y es que para este poeta bahiense, quien quiera
escribir poesía no solo tienen que leer poesía, leer la realidad, sino también teoría,
“mover la croqueta para problematizar algunas cuestiones”. Ante la consulta de
los talleristas no duda en recomendar lecturas: Introducción a la teoría literaria
de Terry Eagleton y Política y literatura de Jacques Ranciere.
Luego la reunión
toma otro rumbo. “¿Rosana está?”, dice Ortiz sentado delante de su computadora.
Un “Sí” tímido responde. Y para la sorpresa de Rosana y el resto de los
talleristas, los poemas de Rosana aparecen en pantalla grande, sobre una tela
que se despliega en el fondo de la sala, frente a las sillas. “Lindos textos
Rosana”, comenta Ortiz mientras va recorriendo con el mouse los versos de un
poema. La pequeña voz que emplea al leer, casi un murmullo, contrasta con las
letras grandes que aparecen sobre el paño blanco. Se leen notas personales al
final del poema. “El centro de mi muñeca anuncia /que hace unos días con
paciencia / cocí pescado”, lee. Levanta los ojos de la computadora y comienza a
desgranar el texto: “Me gusta porque la muñeca es una parte del cuerpo pero
también, por una cuestión de homonimia, podría pensar que es la muñeca de juguete”,
comenta, y agrega: “Interesante si por ahí se puede explorar en esas
ambigüedades que a veces produce el lenguaje. Lo cual en algún punto te puede
hacer correr de la cosa más objetivista”.
Durante las dos
horas y media que restan, cada una de las personas que participa del taller
recibe una opinión sobre sus textos. Con la sencillez y la paciencia de un buen
docente, Ortiz va recorriendo en voz alta los versos, analiza su estética, se
detiene en determinadas palabras, devela los recursos puestos en juego, señala redundancias
y también caminos a seguir. Al escucharlo cuesta creer lo que desliza a mitad
del encuentro: nunca dio un taller literario.
Vale la pena verlo
en acción:
Las reacciones de
los talleristas son variadas. Aparece la vergüenza: “¡Qué miedo!”, dice una de
las chicas al ver en la pantalla grande sus textos. “Pero escuchame, miedo hay
que tenerle al capitalismo”, replica Ortiz. Y el chiste hace a que todo parezca
más simple. También hay revelaciones, reaseguros que ayudan a ganar confianza y
críticas que invitan a seguir nuevos caminos. Hay lecturas recomendadas que van
en la línea del propio estilo y la exhortación permanente a seguir trabajando.
La secuencia se
repite a lo largo del encuentro. Ortiz se levanta de la silla, camina con los
lentes en la mano. De repente se detiene en un punto y se inclina hacia
adelante tomándose la cabeza. Hace un silencio corto, reflexivo, alza la cabeza
y vuelve a hablar. Sus brazos dicen en ademanes expansivos. Luego se sienta
nuevamente en la silla e inclina su delgado cuerpo sobre la pantalla de su
computadora. Y entre ese andar inquieto, las lecturas y los comentarios de los
asistentes van apareciendo consejos, cuestiones a tener en cuenta. Por ejemplo,
la necesidad de cambiar cuando el proyecto de escritura se ha agotado. Ante síntomas
de fática y agotamiento, el médico de la poesía aconseja leer textos que no
tienen que ver con los gustos personales, porque provocan cosas nuevas en uno
mismo. Y si no funciona:
La diversidad de los
textos lleva la charla a puntos interesantes. Un poema con líneas
alternadamente largas y cortas deriva en una discusión sobre la especificidad
del verso, el ritmo y la información contenida en la forma. Otro que está construido
con neologismos, lleva a analizar las posibilidades y los límites del recurso.
Unos poemas escritos desde el “tú”, abre el tema de las remanencias del pasado.
Otro con final tipo moraleja deriva en una charla sobre la belleza de los poemas
abiertos y la necesidad de evitar el uso del efecto sorpresivo en los dos últimos
versos. La charla fluye, se va moviendo junto a Mario Ortiz, y a la cronista
que pretende congelarlo con su cámara.
Son las 13.15, la mañana se nos escurrió entre los dedos. El
grupo que participó del taller se organiza para una foto grupal. La cronista
infiltrada se desliza entre las sillas hacia la escalera, atraviesa la planta baja de la biblioteca y
sale hacia calle Córdoba. Cruza la plaza Pringles -del
encuentro de bibliotecas populares que atravesó cuando llegaba, solo queda una mesa
que espera ser desarmada-. La ebullición
del centro esta mañana ha desaparecido. La cronista se pierde entre calles despobladas.
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