Sábado
27, tercer día del XXII FIPR en el CC Roberto Fontanarrosa. Hoy le toca leer a
Scalona, Ortiz, Lovell y Mairal (en ese orden). Ya son pasadas las 17hs., llego
un poco tarde porque me entretengo más de la cuenta con la Feria editorial que
se agita abajo en simultáneo y sin cortes (el mercado abajo; los poetas,
arriba). Llego tarde y con las manos vacías y me acomodo en el fondo. Eso fue
una mala idea; hay excepciones, pero el fondo suele ser inquieto y bullicioso.
La gente va y viene. Algunos llegan, se sientan durante 5 minutos, se levantan
y se van, ¿Qué habrán ido a buscar? El público
ordenado parece ser el de las ¾ partes hacia adelante y voy a tratar de
pertenecer a él aunque esté sentada en el fondo.
Hace unos
minutos ya que Scalona está leyendo “Evangelistas”.
Es una especie de poesía hablada, las inflexiones de la voz se pliegan al tono
de la conversación y la conversación se vuelve hacia lo poético cotidiano,
hacia experiencias que pueden ser comunes a todos (la insistencia de un
evangelizador tocando la puerta de casa, los pasajes a Retiro, el encuentro con
una mujer en el motel JR de Firmat –“mi ciudad se está volviendo literatura”,
pienso) en las que se intercalan experiencias literarias de los tiempos
homéricos: Ulises figurando la partida; Penélope, la espera. La poesía
cotidiana se desdobla esquizoide y no tiene pudor en que algunos versos
insistan en decir “la puta” o “sí sí, acá se coge” y que otros, más enigmáticos,
se consuman en una sentencia: “la vida está hecha de adioses/ no preguntes, no
me expliques” (“Orfandad”); “nadie
nos hablará tan lindo como nuestro silencio” (“Asterisco 788”).
Ahora es el turno de Mario Ortiz.
Está apurado –como siempre-- pero esta vez la fatalidad es externa: “es que se
va”, nos dice, “se va el colectivo”. Por eso leerá muy poco.
Primer poema. Mis notas son
telegráficas: hilo, madres, agujas, patio con una parra, “como si fuera una
receta”, anoto. Es éste:
“Escrito
con una hebra de lana marrón que encontré por ahí”
Tomá el hilo y extendelo.
Colocá en uno de sus extremos a
una madre junto a unas agujas.
Distribuí cuatro paredes y formá
una habitación con un amplio ventanal que dé a un patio con plantas y una
parra.
¿Es la tarde? ¿Ya anochece y es
otoño? Desplegá con tu mano el color del cielo, de las cosas y de la luz. Cuidá
esos detalles.
La madre comenzará a tejer. Soltá
el hilo a medida que lo demande.
Aprovechá ese momento porque la
hebra es extremadamente corta, apenas unos centímetros.
Cuando ya no sientas en la yema de
tus dedos el cosquilleo de la lana que va corriendo, cerrá los ojos por un
momento hasta que todo haya desaparecido.
Ese pulóver hubiese sido para vos.
(Del
Cuaderno de Lengua y Literatura volumen IX)
Está por empezar el tercer y
último poema (aún ignoro que cuando Mario Ortiz atraviese el pasillo entre la
gente, apurado con su bolso a cuestas, nos vamos a mirar y a sonreír. Espero que
se haya dado cuenta de que me gustó mucho). Mario empieza a leer y los gestos
se amplifican: cuando nombra a los planetas hace un veloz movimiento vertical
comandado por el dedo índice y señala enérgicamente hacia la vía láctea; cuando
dice que las estrellas y los satélites son cúbicos, la mano se vuelve
exageradamente cóncava y traza la cuadratura invisible de los círculos. Cuando llega
al verso final, con un hilo de voz, la voz toda de aire, exhala: “Y esperarán”.
Y con ese último aliento, sin pausa, como si también fuera parte del poema, se
despide de todos nosotros con un “muchas gracias”. Entonces, por mirarle las
manos movedizas --esa otra escritura que es del cuerpo-- me doy cuenta, o
quiero creer, que las palabras para Mario Ortiz deben de ser hondas y dolientes
como una puñalada.
(Para escuchar a Mario Ortiz leyendo, hacé click acá)
Es el turno de Vicky Lovell. Su
tono poético, sosegado, se aparta de Scalona y Ortiz. Ofrece otro tipo de
teatralidad, quieta, casi litúrgica; su voz resuena como resuenan las voces en
un templo húmedo y penumbroso, de paredes anchas y altísimas. Nos habla de Los Noctilucas y de la tapa ilustrada
por la artista Patricia Frey. Los “noctilucas” (del latín nox, noctis: noche y lucere:
brillar) son unos organismos unicelulares marinos, primitivos, que viven en la
más oscura profundidad, y pienso entonces que su voz tiene ese eco imperceptible,
esa amplificación natural de los lugares frescos y cerrados como los templos o
como el mar en un caracol o como estar debajo del agua.
Empieza con un poema de Los Noctilucas:
“De
espaldas un kimono de seda blanca
hace
girar un abanico negro
(…)”
Y a medida que escucho me doy cuenta
de que Lovell es suntuosa en la adjetivación y de que elige las palabras
cuidadosamente; son palabras sensuales o remotas que le dan ese aura tan
particular a su poesía: “amazonas, caligrama, epístolas, espejos, puerta
ojival, invasiones silentes, larvarias, ácaros, mecedora”. Noto que ese eco
imperceptible se traduce poéticamente en aliteraciones: “anímula vágula, blándula”;
“no ya tuya” --la escucho decir--, y que
el último poema, “Memorias de un olvidante”, Lovell lo lee con la calma de quien susurra un cuento al oído de un niño mientras lo mece para que se duerma.
(Para escuchar a Vicky Lovell leyendo "Memorias del olvidante", click acá)
El último de la cuadrilla de poetas es Pedro Mairal. Lo estaba esperando. Va a leer un único y extenso poema sugerido por otro escritor, José Sainz. Se trata de un poema-relato en el que Mairal cuenta la historia de Cipriano al mismo Cipriano, ya muerto; lo llama “Usted”, lo invoca para hablarle de lo que sabe (o supo) pero el recuerdo que muerde pide repetir y, gracias a esa redundancia, nos convertimos en los escuchas primeros de la historia del “hombre auténtico”, del “último paisano”.
“Usted nació en el Médano, en la Punta del Monte,
un caballo tobiano lo aplastó a los once años,
tirado medio muerto al lado del camino y el caballo pastando.
Y usted pisaba los cardales descalzo, Cipriano,
es cosa de costumbre nomás”
Es un gran anecdotario todo el poema, un cofre que guarda la memoria de un tiempo que fue monte, fue palitos, kerosene y mates; andar en la huella entre los alambrados espantando cuises, seguir, incansable, la sombra de Cipriano, el mensual más viejo, el primer muerto que Mairal vio de tan cerca, el primer hombre grande analfabeto que conoció.
Mientras lee el poema, la voz de Mairal vuelve a tener 17 años; cuando nos cuenta las andanzas con Cipriano es como si remedara el gesto de mirar las nubes que se mueven hacia el norte, las mismas que miraba el viejo golondrina buscando algo, nubes del mismo cielo en que sigue moviéndose el muerto nómada, aunque ahora Mairal esté en otro lugar y sea de otro tiempo.
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